Ayer, a eso de las nueve de la mañana, ocurrió la catástrofe. Yo tuve la culpa, pero es necesario aclarar que hubo circunstancias que obraron en mi contra. Pareció exactamente como si los brujos de la mala suerte confabularan contra mí, sentados alrededor de su cazuela de mala suerte, esa en la que hierve una especie de pasta verde y emite humos pestilentes.
Eso, el terrible suceso por el que aquí me encuentro ante ustedes dando explicaciones, ocurrió sobre las nueve. Pero si tengo que explicar lo sucedido necesito que tomen, Señorías, un poco de paciencia, y empezar a relatar los hechos desde un poco antes de las seis de la mañana, hora a la que se suponía que tenía que desaparecer, habiendo finalizado mi trabajo.
Eran pues un poco antes de las seis del día de ayer, hora en la que el sol aparece y yo desaparezco, cuando pasó a mi lado un hombre viejo con un sombrero aún más viejo, por debajo del cual asomaban unos mechones de pelo gris, que trajinaba una carreta minúscula cargada hasta los topes de bultos envueltos en tela marrón y atados con unas cuerdas sucias y deshilachadas. El hombre apestaba, o apestaba el contenido de la carreta, así que evité mirarle y seguí con mi trabajo, con la nariz pegada a la pared.
Pero el buen hombre alargó su bastón y me dio unos golpecitos en el hombro derecho. Me explicó que venía, Señorías, de una calle no muy lejana, cerca del Puente, pero que hacía mucho rato que empujaba la carreta y que si no sería yo tan amable de acompañarle unos minutos para hacerle más llevadera la subida. Dudé, pues no quería abandonar mi puesto, pero me apenó verle las piernas tan delgadas y las rodillas tan salidas y los pies tan descalzos, así que empujé por él la carreta por las calles, cuesta arriba, hasta la Plaza, que como saben es una plaza con un pavimento muy viejo, con tan mala suerte que se metió una de las minúsculas ruedas de madera del destartalado vehículo en un agujero del suelo, rompiéndose el eje, volcándose sin remedio la carga misteriosa y quedándose todo desparramado y yo caído encima de los bultos. El viejo, del propio espanto de ver caída su carga, se desmayó del susto, y yo corrí a levantarme y socorrerlo. Lo senté contra una pared, traté de darle algo de aire hasta que se recuperó lentamente, y luego, entre los dos, pacientemente, volvimos a cargar los bultos. Todos menos uno pequeñito, que el viejo me regaló en agradecimiento por la ayuda. Y se fue, con el mal olor y la rueda medio rota, se oía por las calles cuando desapareció el tac, tac, tac del eje de la carreta al girar, ya que no conseguí enderezarlo, por más que son bien conocidas mis habilidades de mecánica.
Y sin perder más tiempo, corrí cuesta abajo, dándome cuenta de cómo de tarde se me había hecho, Señorías, con el corazón desbocado y sin atreverme siquiera a pensar en las consecuencias de mi retraso, Señorías. De las prisas, por el camino perdí el pequeño paquete que el viejo me había dado.
Tan deprisa como pude, Señorías, retomé mi trabajo, pero fue en balde, pues como decía, la catástrofe terminó por ocurrir. Llegaron en un pequeño grupo de tres, las vi llegar por la parte más cercana a la playa, a lo lejos. Me apremié todo lo que pude al oír como subían por la Calle. Pero cuando llegaron las turistas, como saben de sobra, quedaban aún tres metros y setenta y dos centímetros de pared por pintar.
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